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La emoción y la neuroeducación son parte de nuestra vida, seamos conscientes o no de ello; están presentes en cada una de las acciones y decisiones que tomamos, de ahí la importancia de su estudio. Entre los teóricos de las emociones existen dos principales corrientes, aquellos que consideran a las emociones como un concepto unívoco e inseparable que se extiende desde los afectos positivos hasta los negativos, en un continuo; y aquellos que lo consideran como un concepto multidimensional, compuesto por elementos cognitivos, conductuales y fisiológicos.
La emoción puede considerarse como un “estado” particular del sujeto, que le permite percibir y responder al medio ambiente (al modo del arousal). Simplificando, podríamos considerar tres estados posibles, el positivo (alegría o felicidad), el neutro (indiferencia) y el negativo (tristeza, displacer o infelicidad); se trataría por tanto de un modo de percibir y responder ante el ambiente; cuando este estado se hace crónico, pasa a considerarse como un “rasgo” de la personalidad. Es decir, la persona lo convierte en su modo habitual de respuesta ante la estimulación interna o externa.
Cuando los estados emocionales cronificados se “desajustan”, aparecen desviaciones anómalas del procesamiento emocional. Estas van desde la acentuación anómala de rasgos ansiosos o fóbicos, a patologías como el Trastorno por Ansiedad Generalizada o el Trastorno Depresivo Mayor. Otra aproximación a la emoción, es considerarla como un procedimiento adaptativo de reacción cognitiva, fisiológica y conductual. Esto ante la estimulación ambiental o interna que puede ser positiva o negativa; por tanto, la emoción influye tanto en nuestros pensamientos, como en nuestro organismo y nuestra conducta.
Entre las “funciones” de la emoción se destaca: coordina el sistema de respuesta conductual; modifica la jerarquía de conductas; proporciona mecanismos de comunicación y vinculación social; detiene o retiene brevemente los procesos cognitivos; facilita el almacenamiento y recuperación de información.
Cerebro y emoción
Se puede distinguir dos procesos implicados en el procesamiento de la emoción, la percepción y experiencia emocional; así el primero implica un procesamiento cognitivo de bajo nivel, donde se percibe y evalúa el estímulo emocional; mientras que el segundo implica un procesamiento cognitivo de alto nivel, en el que se contextualiza lo percibido, y se interpreta según las experiencias previas.
Estos parecen ser procesos independientes, por lo que el procesamiento de la percepción emocional puede o no involucrar una experiencia emocional. Hasta este momento se ha contemplado a la estimulación afectiva como un concepto unitario. Según Lang, Bradley y Cuthbert las emociones están compuestas de tres dimensiones, la valencia, el arousal y el dominio, tal y como lo constatan los resultados de sus investigaciones. La dimensión valencia, haría referencia a la calidad de estímulo en su componente placentero o displacentero (positivo o negativo).
Esta dimensión es medida mediante una escala tipo Likert de nueve puntos de corte, desde 1 hasta 9; correspondiente el valor 1 a la valoración más negativa, el 5 a una valoración neutra y el 9 a la valoración más positiva. Los indicadores que correlacionan positivamente con esta dimensión son, las expresiones fáciles, las pruebas de sobresalto, la tasa cardiaca y la experiencia subjetiva como agradable o desagradable.
La dimensión nivel de activación (arousal), se refiere a la intensidad o excitabilidad provocada por estímulo definido como activante o relajante (alto o bajo arousal). Esta emplea la misma escala anterior, es decir de 1 a 9, correspondiendo el valor 1 a un bajo arousal, el 5 a un arousal intermedio y el 9 a un alto arousal. Los indicadores que covarían positivamente con esta dimensión son la tasa de interés, el tiempo de inspección, la conductancia de la piel etc.
Conexiones cerebrales
La tercera dimensión dominancia, hace referencia a la fuerza de sumisión o dominancia que provoca el estímulo, dimensión sobre la que existen muy pocos estudios. La existencia del circuito emocional-perceptualmemorístico en el cerebro humano está ampliamente consensuado. Esto en donde la amígdala tiene un papel crucial registrando las ocurrencias de los estímulos emocionales. Así la información con contenido emocional tiene significativamente más probabilidad de ser mejor almacenada y recuperada frente a la información con contenido neutro.
La extensa conexión entre la amígdala y las regiones visuales extraestriado y del hipocampo, permite a la amígdala modular su funcionamiento y facilitar la función perceptiva y mnésica en esas áreas. Estos resultados se confirman en pacientes con lesiones en la amígdala y con estudios imagenológicos cerebrales. Sin embargo, hay evidencias que indican que el aprendizaje emocional asociado con la amígdala está limitado temporalmente. Los efectos posteriores sobre la memoria podrían deberse a la participación de otras regiones del cerebro como la corteza órbito-frontal.
Según lo comentado anteriormente, estaríamos ante un circuito de procesamiento emocional que contrastaría con la vía de procesamiento cognitivo específica. En el circuito emocional los estímulos parecen ser analizados automáticamente de forma más ruda y rápidamente, siguiendo una estrategia configuracional, según Arbib y Fellous se trata de una comunicación simplificada pero con información de gran relevancia, necesaria para la supervivencia y el desarrollo adecuado dentro del nicho ecológico.
Por lo tanto, esta capacidad de procesamiento en paralelo representa una ventaja competitiva para sobrevivir en el medio ambiente, ya que permite al sujeto evitar amenazas y peligros de forma inmediata, incluso antes de ser evaluada la información conscientemente en la corteza prefrontal.
Antecedentes investigativos
Varios estudios con animales reportan la existencia de una vía directa desde las neuronas sensoriales al sistema límbico, especialmente al núcleo de la amígdala. Alternativamente a esta vía, se realiza un análisis más fino y lento de los estímulos soportado por las neuronas sensoriales que conectan directamente a través de los núcleos del tálamo (que también reciben información de la amígdala) hacia una región amplia de la corteza cerebral.
Estudios con Tomografía de Emisión de Positrones (PET) apuntan la coexistencia de estas dos vías diferentes de procesamiento; los mismos resultados se han obtenido mediante Resonancia Magnética Funcional (IRMf).
Se ha reportado que la amígdala desempeña un papel fundamental en el procesamiento de las emociones. Holland y Garllagher señalan que la amígdala puede influir en las áreas corticales mediante tres vías: las de retroalimentación proveniente de señales propioceptivas, viscerales y hormonales (lo que permitiría al organismo prepararse para la acción, bien de orientación o de huida); las de proyección a redes de activación general o arousal (pudiendo poner al organismo en alerta y con ello captar con mayor nitidez los estímulos amenazantes) y la de interacción con la corteza prefrontal medial.
Por su parte la corteza prefrontal envía distintas proyecciones a la amígdala permitiendo a las funciones cognitivas (integradoras de la información del procesamiento del estímulo emocional y del contexto) regular el papel que juega la amígdala sobre las emociones. En otras palabras, respondemos de forma brusca (respuesta de sobresalto y huida) ante la visión de un animal peligroso, como por ejemplo un oso (procesamiento emocional); pero no producimos estas reacciones cuando vemos el mismo oso detrás de una jaula, en el contexto de una tarde relajada de domingo durante una visita familiar al zoológico de la ciudad.
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