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La Filosofía es la ciencia más antigua, ya que en el inicio de la Historia de la Humanidad englobaba todos los conocimientos de las diferentes ramas del saber. De las reflexiones metódicas propias de la Filosofía surgieron la política, las matemáticas, la astronomía o la medicina, por ejemplo. Aunque en la época actual contamos con un conocimiento profundo de nuestro entorno y técnicas y tecnologías avanzadas que nos permiten seguir estudiándolas, la filosofía no ha perdido valor: su papel reside en la búsqueda de la verdad mediante la metodología, la epistemología y la lógica, así como el desarrollo de la intelectualidad y el conocimiento.
Es la admiración la condición inicial para el filosofar, para el preguntarse por la realidad. Aristóteles y Platón así lo concibieron. A lo largo del escrito y trayendo a colación a estos dos pensadores y al profesor Antonio González, se pretende enfatizar en la admiración como cualidad indispensable a la hora de entregarse al ejercicio libre del filosofar.
Se verá que hay diferentes formas de responder algo muy semejante: aunque todas las respuestas remiten a la admiración como causa de la filosofía, sin embargo, a su vez, aquello que lleva a la admiración como causa pueden ser cosas muy diversas: la inmensidad de la naturaleza, la propia ignorancia, etc.
La pregunta por la causa de los efectos
En su Metafísica dice Aristóteles que el asombro o admiración surgen del desconocimiento de lo que provoca los fenómenos y acontecimientos naturales.
Mas es preciso, en cierto modo, que su adquisición [de la filosofía primera] se convierta para nosotros en lo contrario de las indagaciones iniciales.
El reconocimiento de la propia ignorancia
Para Sócrates, por el contrario, la admiración surge a la par que la perplejidad, a saber: Cuando uno cae en la cuenta de su propia ignorancia sobre un asunto en concreto, y al mismo tiempo cuando eso le lleva a dudar de sus propias posiciones y en general, sobre lo difícil que es llegar a la verdad.
En el diálogo Teeteto habla Sócrates de la admiración como causa de la filosofía y, sobre todo, de que, en la ausencia de tal estado psicológico, es decir, sin haber pasado antes por él, no se puede aprender nada en filosofía.
Según Sócrates, este es el gran engaño de los sofistas, a saber: que en la medida en que creen que ya saben se vuelven incapaces de aprender, y en el fondo convierten su técnica en un camuflaje para que no se descubra su propia ignorancia.
El distanciamiento respecto de los propios prejuicios
Pues todos comienzan, según hemos dicho, admirándose de que las cosas sean así, como les sucede con los autómatas de los ilusionistas [a los que aún no han visto la causa], o con los solsticios o con la inconmensurabilidad de la diagonal (pues a todos les parece admirable que algo no sea medido por la unidad mínima).
Para poder hacer filosofía, y sobre todo para que esta nazca y se arraigue, es necesario estar desprendido de las propias ideas en la medida en que se descubren que se las sostiene por convención y tradición antes que por haberlas sometido a un examen racional. Una condición necesaria para el filósofo es que solo se conforma con la verdad y, por tanto, que es necesario un continuo examen de las propias posiciones, creencias, convicciones sobre los más diversos asuntos antes de defenderlos a ultranza.
El inconformismo ante las respuestas tradicionales
En estrecha conexión con lo anterior está la capacidad de salir de la propia tradición para valorar los asuntos con más objetividad. Los primeros filósofos griegos entraron en conversación con otras culturas como la egipcia, la fenicia o la persa, cayeron así en la cuenta de que hay muchas maneras de responder a cuestiones que nos conciernen a todos los seres humanos por igual.
El amor incansable a la verdad y la belleza
En su diálogo El Banquete dice Platón que el que contempla la belleza engendra cosas buenas y que tal es el quehacer del filósofo. Enamorarse de la verdad y rendirle culto con su vida. Sócrates narra en ese banquete o simposio, que ha recibido una revelación de la sacerdotisa Diotima.
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